domingo, 20 de mayo de 2018

Edvard Grieg (1843-1907)




















Edvard Grieg Nació en Bergen (Noruega) el 15 de junio de
1843, descendiente de una familia de escoceses cuyo apellido
original era Greig. Después de la batalla de Culloden (1746),
su bisabuelo, Alexander Greig, había emigrado a varios lugares,
para finalmente asentarse como comerciante en Bergen
alrededor de 1770. Sus padres fueron Alexander Grieg
(1806-1875), comerciante y vicecónsul en Bergen; y Gesine
Judithe Hagerup (1814-1875), profesora de música e hija de
Edvard Hagerup.




Infancia en Bergen





  Edvard nació el 15 de junio de 1843 en Bergen, en casa de una familia perteneciente a la alta burguesía. Descendía por parte de padre de un comerciante escoces, John Greig, cuyo hijo Alexander (bisabuelo de Edvard) se había establedido en Bergen durante la segunda mitad del siglo XVIII y había cambiado su apellido por el de Grieg. Alexander, además de comerciante, había sido cónsul inglés, al igual que su hijo John y su nieto Alexander. De la boda de este último con una muchacha de Bergen, Gesine Hagerup, nació Edvard. Descendía por parte de madre de un personaje muy pintoresco, el compositor del siglo XVII Kjeld Stub. La familia, además de contar con Edvard, que era el cuarto hijo, estaba formada por tres hijas y otro varón, John, que inicialmente se dedicó al violoncelo, aunque sin éxito.




Fotografía de los padres de Edvard Grieg: Gesine Hagerup y Alexander Grieg





  La madre de Edvard era una buena pianista aficionada, mientras que el padre tenía unos conocimientos muy rudimentarios de música, aunque no por ello dejaba de interpretar a los clásicos, entre los que distinguía sobre todo a Mozart. El cuadro familiar quedaba completado con un salón intelectual, muy considerado por Gesine Grieg. Edvard describe sus primeras experiencias musicales en un librito titulado Mi primer éxito: «Recuerdo perfectamente la secreta y maravillosa satisfacción que sentía cuando extendía los brazos hacia el piano, no ya para descubrir una melodía [...], sino una armonía, inicialmente una tercera, después un acorde de tres notas, a continuación un acorde completo de cuatro notas y finalmente, con las dos manos (oh, qué placer!), una combinación de cinco notas, es decir, un acorde de novena. Cuando hice este descubrimiento, mi felicidad no conoció limites. Fue un verdadero éxito. No ha habido ningún otro éxito que, después de aquel, me haya emocionado tanto. Tenía cinco años. Un año después, mi madre empezó a darme lecciones de piano. No me esperaba las desilusiones que tuve. Pronto hube de comprender que necesitaba hacer ejercicios, cosa que no tenía nada de agradable. Mi madre era severa, inexorablemente severa».

  A este autorretrato infantil Grieg hace seguir la descripción de su difícil adaptación a la escuela y el choque con un sistema educativo que preveía humillantes castigos, como la llamada corrección corporal, es decir, la vara: «La vida escolar me resultaba muy antipática; su severidad, su frialdad, su materialismo, me producían una impresión tan atroz, que mi corazón imaginaba las cosas más increíbles para evitarla, aunque solo fuera unos minutos. Ahora me doy cuenta de que aquella repulsión no era imputable únicamente al niño que yo era entonces, sino a la escuela y a su método. No conseguía entender como podía ser necesaria para la educación de los niños, tal era su crueldad. Hoy sigo teniendo la seguridad de que aquella escuela sirvió para desarrollar mis malos instintos y que, en cambio, ignoro cuanto podía haber de bueno en mí».




Retrato de Grieg niño realizado por su hermano mayor John 




  Unos años después entró en escena un célebre violinista noruego, Ole Bull, personaje pintoresco, amigo de Grieg. Había sido alumno del compositor y violinista alemán Louis Spohr y de Paganini, y en 1848 había tenido que marchar de Bergen después de enfrentarse con las autoridades de la ciudad a propósito de un teatro musical que debía organizar y dirigir. Era un violinista de talento y un célebre concertista, famoso por sus excentricidades y carácter impetuoso: en París se había arrojado al Sena, desesperado porque le habían robado el violín, pero había sido rescatado, y una señora le había regalado un precioso instrumento construido por el gran violero Guarneri. Después se había arruinado con la fundación de una colonia noruega en Pennsylvania, hecho que lo había empujado a dar conciertos por todo el mundo. Un día se presentó en casa de Grieg montado en un fogoso caballo árabe, quiso escuchar las composiciones de Edvard y, emocionado ante su talento, convenció  a sus padres de que le enviaran a estudiar a Alemania.

  Así se decidió el destino de Edvard Grieg y, en octubre de 1858, a los quince años, el muchacho fue inscrito en el Conservatorio de Leipzig. Acompañado por un amigo de la familia, atravesó el Mar del Norte y se alojó en Hamburgo, después de lo cual fue solo, en tren, a Leipzig.




Retrato de Ole Bull, violinista amigo de la familia Grieg. Fue él quien convenció a los padres de Edvard de que inscribieran al muchacho en el Conservatorio de la ciudad de Leipzig.


  

El conservatorio de Leipzig



  El prestigio del conservatorio de Leipzig derivaba del hecho de haber sido fundado en 1843 por Felix Mendelssohn y contado entre sus primeros profesores a Robert Schumann. Con la muerte de Mendelssohn y la desaparición de Schumann, en el conservatorio se había ido afirmando un mezquino tradicionalismo. La única presencia de relieve era la de Ignaz Moscheles, célebre pianista, pero compositor mediocre. Los recuerdos de Grieg en relación con esta época reflejan su renuencia infantil frente a unos métodos escolares represivos. Pese a todo, Grieg manifiesta simpatía a Moscheles, aun siendo éste tan vanidoso: «Me habían dicho en el Conservatorio, pese a que yo no se lo había oído nunca directamente de él, que daba el siguiente consejo a sus alumnos: "Tocad mucho a los grandes maestros, a Mozart, a Beethoven, a Haydn... y a mí". No puedo garantizar que la frase sea cierta, pero si que, por consejo suyo, me ejercité en sus Veinticuatro estudios, que los toqué todos y que estoy muy lejos de lamentar haberlo hecho».

  Antes de llegar a la clase de Moscheles, Grieg había sido alumno de otros dos maestros de piano, los dos absolutamente faltos de cualidades didácticas. El primero, Louis Plaidy, solo enseñaba a sus alumnos a mover los dedos de una manera mecánica y antimusical,  imponiéndoles que tocasen algo a tempo lento y con ritmos diferentes de los escritos. Por otra parte, este Plaidy no se arriesgaba a tocar delante de sus alumnos, contentándose con interpretar los primeros y fáciles compases de una composición de Mendelssohn, pero, al llegar a la parte difícil, se levantaba del piano diciendo: «y así sucesivamente». El segundo, Ernst Ferdinad Wenzel, tampoco proporcionaba ningún ejemplo práctico a los alumnos, es decir, no tocaba, y solo podía vanagloriarse de haber sido amigo de Schumann (quien en su momento había calificado la música de Wenzel de «pobreza pintada de color de rosa»). En lo que se refiere a los estudios preparatorios para la composición, es decir, armonía y contrapunto, Grieg tuvo que aceptar las normas del Conservatorio de Leipzig, que imponía a sus alumnos dos maestros para la misma materia: esto le permitió frecuentar las clases de un maestro pedante, E. F. Richter, y de otro más flexible, M. Hauptmann. Dejando aparte el hecho de que Grieg se vio obligado, como todos los demás alumnos, a hacer un doble trabajo para los dos maestros, una de sus fugas fue severamente corregida por Richter y, en cambio, alabada por Hauptmann.

  Durante su estancia de tres años en Leipzig, Grieg enfermó gravemente de pleuritis y, pese a las curas a que se sometió y a unas vacaciones en Bergen, no llegó nunca a recuperarse: en la práctica, solo le funcionaba un pulmón. Edvard concluyó los estudios musicales en la clase de composición de Carl Reinecke, que hacía poco tiempo había sido aceptado como director de orquesta en la Gewandhaus, la gran institución de conciertos que había sido dirigida por Mendelssohn y que, junto con el Conservatorio, era el centro de la vida musical de Leipzig y, en cierto sentido, de la Alemania septentrional. Grieg se expresaba de este modo sobre Reinecke: «Puedo dar con pocas palabras una idea de sus enseñanzas. Yo no poseía la más mínima idea de lo que podía ser la técnica de las cuerdas, pese a lo cual quiso que escribiese un cuarteto para cuerdas. Aunque me parecía absurdo, no fue inútil, porque pedí prestado a Mozart y a Beethoven, cuyos cuartetos estudié con pasión, lo que Reinecke no podía enseñarme, y escribí una composición a mi manera [...]. Más tarde, Reinecke me pidió que compusiera una Obertura. Yo no sabía ni siquiera qué era la orquestación, no sabía qué era un instrumento de orquesta, ¡pese a lo cual debía escribir una Obertura! Puse manos a la obra con aquel desprecio del peligro que es propio de los jóvenes.
Pero tenía poca fuerza, y me quede a medio camino sin conseguir avanzar. Aunque pueda parecer increíble, es rigurosamente cierto: En todo el Conservatorio de Leipzig no había una sola clase en la que fuese posible adquirir unos conocimientos primarios de las nociones fundamentales. La única suerte que tuve fue haber podido escuchar buena música en Leipzig, especialmente música de cámara y sinfónica, lo que compensó hasta cierto punto la imposibilidad de aprender la técnica. Desarrollé el aprendizaje, el espíritu crítico, el criterio, pero se produjo una gran confusión entre mis deseos y la posibilidad de expresarlos. Debo decir con gran pesar que esta confusión es el fruto de mi estancia en Leipzig [...]. El ambiente de Leipzig me puso un velo ante los ojos».

  No es posible dudar de las afirmaciones de Grieg ni de la veracidad de sus informaciones. Hay que considerar, sin embargo, que escribió sus recuerdos cuando ya era un hombre maduro, un compositor célebre y representante afirmado de la llamada escuela nórdica. Inconscientemente se sentía inclinado a subvalorar el influjo de la música alemana y a resaltar el aspecto autónomo de su creatividad, aunque fuera a costa de subrayar la ignorancia que había padecido en su juventud. En realidad, la actitud de Grieg fue análoga a la de casi todos los músicos «nacionalistas» de la segunda mitad del siglo XIX, para quienes la ignorancia era preferible al retrógrado y conservador academicismo alemán.

  El velo del que habla Grieg a propósito de sus años de estudio en Leipzig estaba a punto de caer gracias a un retorno a las raices del canto popular noruego.




 




Copenhague y Roma: la revelación




  El relato de Grieg continúa de esta manera: «Cuando, un año más tarde, llegué a Dinamarca, cayó el velo. Ante mis ojos sorprendidos apareció un mundo de belleza que los placeres de Leipzig me habían ocultado. Me había descubierto a mi mismo. Dominé con gran facilidad todas las dificultades que en Leipzig me parecían insuperables. Dando rienda suelta a la fantasía, comencé a componer una obra tras otra. No me desconcertaron las acusaciones de artificiosidad y de extrañeza dirigidas al principio contra mi música, puesto que sabía qué quería y me dirigía abiertamente hacia la orilla en la que había decidido embarcar». Este imprevisto viraje en la vida de Grieg surgió al ponerse en contacto con el ambiente musical de Copenhague, donde se encontraban activos los dos compositores ochocentistas daneses más importantes: Johann Peter Emilius Hartmann (1805-1900) y Niels Gade (1817-1890). Hartmann, que era abogado, organista y profesor de música, se dedicó principalmente al teatro musical, mezclando influencias operísticas franco-italianas con temas nacionales y citas del canto popular danés. En cuanto al hecho de haber permanecido siempre a un nivel de aficionado, en el sentido positivo de la palabra, y de haber descubierto la vena popular de la música danesa, podría decirse que Hartmann fue en pequeño lo que Glinka había sido en grande para los rusos. Gade, que era yerno de Hartmann, se dedicó a la música sinfónica y de cámara, pero, por estar sujeto a la influencia de Mendelssohn, entre otras cosas en virtud de una amistad juvenil con el gran compositor alemán, fue, en comparación con su suegro, más tímidamente nacionalista y, en consecuencia, un músico con menos colorido, pese a que en el panorama histórico de la música danesa su nombre es más conocido que el de Hartmann.


  En cualquier caso, Hartmann y Gade tuvieron un gran relieve en la vida musical de Copenhague y, en cierto modo, representaron una tendencia original comparados con los académicos alemanes. Éste fue el motivo de que Grieg, al ponerse en contacto con su música, experimentara un sentimiento de liberación. Hubo otros encuentros que también contribuyeron a animar y orientar a Edvard en sentido nacionalista, por ejemplo, el de Rikard Nordraak (1842-1866) y de Halfdan Kjerulf (1815-1868), dos músicos noruegos que estuvieron a su lado durante un breve pero significativo periodo. La amistad con Nordraak nació en Copenhague, cuando una noche, en el Café Tivoli, fueron presentados por un común amigo escritor. La muerte prematura de Nordraak impidió que la comunidad de proyectos de los dos músicos llegase a una expresión concreta. Esto hizo que no se fuera mucho más allá de alguna composición, como, por ejemplo, la Humoresque de Grieg dedicada a Nordraak, y de la fundación de la sociedad musical Euterpe, destinada a dar a conocer las obras musicales de la escuela nórdica. Nordraak tenía un carácter extrovertido, una fantasía desbordante, y sabía animar las veladas de los intelectuales daneses y noruegos haciendo música, cantando canciones líricas sacadas de textos de poetas nacionales, discutiendo proyectos orquestales, teatrales, de cámara. Cuenta Grieg: «Era como si se me hubiera caído la venda de los ojos [...]. Aprendí de Nordraak las canciones populares de Noruega y, gracias a él, descubrí mi auténtica naturaleza.  Nos unimos contra el pálido espíritu escandinavo de Mendelssohn y entramos resueltamente en un camino nuevo, que hoy sigue siendo el de la escuela del norte». Después de la muerte de Nordraak, Grieg se trasladó a Oslo e inicio una actividad musical como intérprete y compositor, en colaboración con Kjerulf, que también se orientaba hacia los valores nacionales de la música, Pero Kjerulf después de algunos años, también murió, por lo que Grieg volvió a encontrarse solo para propugnar una estética musical que no tenía audición entre el público noruego. De todos modos, Grieg consiguió hacer interpretar algunas composiciones fundamentales, como El Paraiso y la Peri, de Schumann, Elías, de Mendelssohn, el Réquiem, de Mozart, aparte de obras de Gade y de Kjerulf. Finalmente, cansado e incapaz de seguir soportando el rígido clima de Oslo, estaba a punto de abandonar sus actividades cuando le llegó de Roma una carta de Liszt. El gran pianista húngaro estaba muy atento a todo lo que ocurría en la música europea y, por vía privada, le había llegado la Sonata op. 8 para violín y piano de Grieg. En consecuencia, probablemente empujado por su generosidad natural, pero también por la exigencia de reunir músicos de todos los países bajo la etiqueta de la «música del futuro», se apresuró a escribir al desconocido músico noruego. La carta de Liszt, fechada el 29 de diciembre de 1868, se redactó de la siguiente manera: «Señor, tengo el gusto de manifestarle el sincero placer que me ha proporcionado la lectura de su Sonata. Es testimonio de un talento vigoroso como compositor, reflexivo, original, de excelente calidad, y que debe seguir su naturaleza para alcanzar un elevado nivel.Me complace creer que encontrará en su país el éxito y el aliento que merece, aunque tampoco le faltarían en otro lugar, ya que, si viene a Alemania el próximo invierno, le invito cordialmente a detenerse en Weimar para que podamos conocernos [...]». 




Damon J.H.K.

Edvard Grieg - Violin Sonata No. 1, Op. 8 [With score]







 La carta contribuyó a que Grieg obtuviera una beca del gobierno y, el año siguiente, se dirigió a Roma.



Edvard Grieg y su esposa Nina



  Al llegar a este punto es preciso dar un paso hacia atrás y volver al periodo que Grieg pasó en Copenhague. En la capital de Dinamarca el joven había conocido a una prima, Nina Hagerup, con la que se había casado. Nina era hija de un tío materno de Grieg, que en 1853 se había trasladado de Bergen a Copenhague, y de una actriz danesa que había dejado la escena para casarse, en segundas nupcias con el tío de Edvard. El noviazgo y el matrimonio se habían celebrado rápidamente, a pesar de la oposición de la madre de Nina. La vida conyugal de Edvard y Nina transcurrió con gran serenidad, pese a la muerte prematura de una hija que nació al cabo de un año de haberse celebrado la boda y a las dificultades que conoció Grieg durante los primeros años pasados en Oslo. Nina acompaño a su marido en su viaje a Roma. Sobre los acontecimientos que se produjeron en este viaje y sobre el encuentro con Liszt hay largas y minuciosas cartas de Grieg dirigidas a sus padres. En febrero de 1870, Edvard escribía desde Roma: «Había decidido acompañar a unos cuantos amigos escandinavos al Tívoli. Habría tenido que partir mañana, pero, ¿qué ha sucedido? Pues que ayer tarde, mientras me encontraba en el club escandinavo jugando al whist, entró Sgambati (un excelente pianista) y me comunicó que Liszt quería verme mañana a las once. Me interesaba mucho la excursión al Tívoli, pero esta ocasión que se me ofrecía me interesaba mucho más, por lo que varié los planes. Pero no sería aquel el día en que vería a Liszt por vez primera en mi vida. Después del inicio del Concilio, el abate Liszt, no pudiendo tolerar los actos, se había retirado a la Villa d'Este en el Tívoli. Rara vez iba a la ciudad. Al saber que había llegado, fui a su casa, pero como no lo encontré, le dejé una tarjeta de visita. Al cabo de unos días abandonó Roma. Encontré por la calle a Rawnkilde, el músico danés, quien me dijo que un pintor alemán me buscaba de parte de Liszt. Éste se quejaba de no haber tenido tiempo de visitarme, y me rogaba que fuese a verle al día siguiente a las diez. Estaba en la ciudad y me esperaba. Inmediatamente fui a visitarle. Vivía en un viejo convento próximo al Arco de Tito y al Foro. Rawnkilde me había asegurado que a Liszt le gustaba que le llevasen alguna composición. Por desgracia, todas mis composiciones estaban en Alemania o en casa. Fui a casa de Winding, un pianista danes a quien había dado en su momento mi última sonata para violín y piano y le hice la escena de "dar y quitar". Winding se quedó con la cubierta; yo cogí lo que contenía y escribí: "Al señor Dr. F. Liszt, en señal de admiración". También me puse debajo del brazo la marcha fúnebre que había compuesto para Nordraak y un cuaderno de composiciones líricas, el que incluye El paseo, y me puse a trotar por la calle, aunque debo decir que no sin cierto temblor. Pero podía ahorrármelo, puesto que no cabe imaginar persona más afable que Liszt, que vino a mi encuentro sonriendo y me dijo cordialmente: "Ya nos habíamos escrito, ¿no es verdad?". Yo le conté que estaba en Roma por él, lo que provocó en él una carcajada digna de Ole Bull. Entretanto iba mirando de soslayo el pliego que yo llevaba debajo del brazo. Leyó la Sonata, aprobando los mejores pasajes con elocuentes movimientos de cabeza acompañados de "bravo" y "muy bonito". Yo ya empezaba a tranquilizarme, pero, al pedirme que interpretase la sonata, el coraje descendió bajo cero. No había probado nunca de tocar las dos partes al piano y no quería de ningún modo quedar en mal lugar ante sus ojos. Sin embargo, no había manera de evitarlo. Así, pues, me puse al piano y toqué la composición en su magnífico instrumento de Chickering. Al principio, cuando el violín comienza con una frase un poco barroca pero nacional, exclamó: "¡Ah, qué audacia! Me gusta. Vuelva a empezar, por favor". Cuando el violín interviene por segunda vez, en el adagio, se puso a tocar el fragmento una octava más arriba, con extraordinaria expresión, lo que hizo que yo sonriera para mis adentros. ¡Eran las primeras notas que oía tocar a Liszt! Después pasamos al allegro. Él tocaba la parte del violín; yo la del piano. Cada vez me sentía más emocionado por los elogios que, con tanta generosidad, me dispensaba, y me sentía profundamente reconocido por ello. Cuando llegamos al final de la primera parte, le pedí que tocase una pieza para piano él solo y escogí el menuet de las Humoresques, que seguramente recordáis. Cuando estaba en el octavo compás, se puso a cantar la melodía con un aire tan heroico que me encantó. Observé que le gustaba la originalidad nacional. Como ya lo suponía, había llevado conmigo algunas piezas en las que me había esforzado en conseguir que resonase un tono nacional. Cuando ya estaba al final del minueto, consideré que era el momento oportuno para conseguir que Liszt tocase, dado que me parecía muy bien dispuesto. Le pedí, pues, que lo hiciera. Se encogió de hombros, pero, cuando le dije que no tenía la más mínima intención de irme sin haber escuchado unas notas suyas, se volvió y murmuró: "Está bien, tocaré lo que usted quiera, puesto que no es esta mi intención" y, bruscamente, cogió una partitura que había terminado hacía muy poco tiempo, una especie de acompañamiento fúnebre dedicado a la muerte de Tasso, que era un complemento de su célebre poema sinfónico Tasso, lamento y triunfo. Se sentó al piano y comenzó a mover los dedos sobre el teclado. Os aseguro que "escupía", suponiendo que se me permita utilizar una expresión tan sucia como esta, una incandescente masa de ideas vivas, unas detrás de otras. En todo el conjunto había resonancias que evocaban el espíritu de Tasso. Sabe pintar con vivos colores, y hay que decir que es un tema que parece hecho para él. Su fuerza estriba en representar la grandeza trágica. En realidad, no sabía si admirar más al pianista o al compositor, puesto que su manera de tocar era poderosa. Pero la verdad es que no toca; uno se olvida de que es músico, ya que en realidad es un profeta que anuncia el fin del mundo y todos los espíritus del universo se estremecen bajo sus dedos. Penetra en las profundidades más recónditas del alma y hurga con demoníaca fuerza en nuestra conciencia. Cuando hubo terminado, Liszt me dijo con toda naturalidad: "Ahora continuemos con su sonata". "No, gracias, ahora no", le respondí con sencillez. "¿Por qué no? Deme su sonata y la tocaré yo". insistió Liszt. Ruego que tengáis en cuenta que, en primer lugar, no conocía en absoluto la Sonata, que no la había visto ni oído nunca y, además, que se trataba de una obra con una parte de violín de tesitura aguda y grave, independiente del piano. Pero, ¿qué hace Liszt? Toca con todo, con la cabeza y con los cabellos, violín, piano y más cosas aún, puesto que lo hace más amplia y completamente. El violín destacaba sobre el piano. Liszt estaba en todas partes sin olvidar una sola nota. ¡Y qué manera de tocar! Era incomparablemente grande, bello, genial. Reía, reía como un idiota y, como yo balbucease algunas palabras de admiración, murmuró: "¡Ah, bien, me consideráis capaz de leer! ¿Verdad que soy un músico viejo con una cierta habilidad?". Fue de una amabilidad perfecta, desde el principio al fin. No hay ningún otro gran hombre como él, por lo menos según las experiencias que yo tengo. Finalmente, para acabar, tocó la marcha fúnebre, que le gustó, y después estuvimos charlando. Le dije, entre otras cosas, que mi padre lo había escuchado en Londres en 1824, cosa que le divirtió: "Sí, sí, he tocado mucho en el mundo, demasiado incluso", dijo. Al final le dejé y volví a casa, con la cabeza llena de fuego, pero con la sensación de haber pasado dos de las horas más interesantes de mi vida. Estoy invitado a su casa mañana y esto me llena de alegría. Al día siguiente de mi primera visita, Sgambati y Pinelli, este último alumno de Joachim, interpretaron mi sonata en un concierto al que asistió toda la buena sociedad de Roma. Liszt apareció en pleno concierto, lo que me halagó muchísimo. No me atribuyo el éxito que tuvo la Sonata, porque la verdad es que, cuando Liszt aplaude, todo el mundo le imita con redoblado ardor».

  En esta larga carta se da uno de los testimonios más vivos de la capacidad que tenía Liszt de fascinar a sus colegas y también de la disponibilidad del público y de los propios músicos para dejarse fascinar por el célebre maestro. También desde Roma, unos meses más tarde, para ser más exactos en abril de 1870, Grieg escribió otra larga carta a sus padres a propósito de sus encuentros con Liszt. «Ante todo voy a contaros mi segundo encuentro con Liszt, que se produjo algo después del envío de la carta anterior y que no fue menos interesante que el primero. Por fortuna, yo había recibido de Leipzig el manuscrito de mi Concierto para piano, por lo que se lo llevé. Estaban Winding, Sgambati, un lisztiano alemán a quien no conozco y que lleva la exigencia de imitar al maestro hasta el punto de pavonearse vestido de abate, además con algunas señoras de un género muy conocido, que de buena gana habrían devorado a Liszt si éste lo hubiese permitido. La admiración de estas personas es de risa. Rivalizan en astucia para sentarse a su lado, para tocarle el borde de su túnica de abate y para tener ocasión de estrecharle la mano. Absolutamente ignorantes del hecho de que un artista necesita espacio para los brazos cuando toca, se amontonan a su alrededor con los ojos clavados en sus dedos, como si el destino de éstos fuera ir a parar a las fauces abiertas de par en par de estos fascinantes animales de presa. Winding y yo teníamos una gran curiosidad por ver si tocaría mi concierto a primera vista. Por mi parte, lo consideraba imposible. Liszt tenía una idea opuesta. Me preguntó: "¿Quiere tocar usted?". Yo respondí en seguida: "No, no puedo. Todavía no lo tengo estudiado". Liszt cogió entonces el manuscrito y, con la sonrisa de siempre, dijo: "¿No? Entonces le demostraré que para mí también es imposible". Y se puso a tocar. Admito que emprendió el primer movimiento con un poco más de rapidez de la debida y que el principio resultó desequilibrado; pero después, una vez le indiqué el tiempo, tocó a la perfección. Su manera de tocar es inestimable. No se contenta con tocar, ya que al mismo tiempo habla, expresa juicios, emite observaciones ingeniosas dirigidas a uno u otro de los presentes, hace ademanes significativos con la cabeza a derecha e izquierda, especialmente cuando hay algún pasaje que le gusta particularmente. En el adagio y en el final, su ejecución llegó al punto culminante y contó además con su aprobación. Al final, devolviéndome el trabajo, me dijo con acento singular y voz profunda: "Continúe de la misma manera, se lo digo  yo, usted ha hecho lo que debía, no se deje atemorizar". Estas últimas palabras tuvieron sobre mí un efecto extraordinario. Hay en ellas algo parecido a una "consagración". Cuando vengan momentos de amargura y de decepción pensaré a menudo en ellas,y el recuerdo de esta hora vivida será para mí una fuerza maravillosa capaz de defenderme en los momentos de adversidad».




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Khatia Buniatishvili plays Grieg's Piano Concerto




  En abril de 1870, antes de abandonar Roma, Grieg y su esposa, que habían estudiado canto, dieron a escuchar algunas composiciones. Giovanni Sgambati, el músico romano alumno de Liszt, quedó fascinado con la voz de Nina Grieg y con el lirismo elegíaco de la música de Edvard: «No hay nada tan agradable como una velada con los músicos del norte, bellos y alegres, La señora Nina Grieg posee una voz que, sin ser poderosa, le permite cantar las composiciones líricas de su marido con arte perfecto [...]. Pone toda el alma en ellas y que las composiciones líricas, si puedo expresarme así, constituyen toda la esencia y alegría de su vida de artista [...]. Junto a sus brillantes cualidades como compositor, Grieg ofrece un raro ejemplo de dotes extraordinarias unidas a una gran modestia».



Edvard Grieg al piano, junto a Nina, su esposa, según una pintura de Peter-Severin Kröyer.






La celebridad en la patria y en Europa






  La consagración dada por Liszt en Roma hizo que el nombre de Grieg circulase por Europa y que despertase el interés de la casa editorial de música Peters, de Leipzig, que comenzó a imprimir regularmente sus composiciones. Entre el director de la casa Peters, Max Abraham, y Grieg nació muy pronto una estrecha amistad. En su patria, Grieg se convirtió en una autoridad indiscutible. Esto hizo que el compositor, siempre deseoso de contribuir al desarrollo de la música noruega, repitiera en Oslo el experimento intentado años antes: fundó la Sociedad de Música y, aliándose con el compositor Johan Severin Svendsen (1840-1911), que había tenido sus mismos maestros en Liepzig, trató de dirigir una vida musical en la capital. Al día siguiente de un concierto escribía Grieg: «La música noruega ha conseguido un triunfo, puesto que es preciso considerar un triunfo el hecho de que un público poco cultivado desde el punto de vista musical, constituido por unos centenares de individuos, se conmueva ante la grandeza absoluta y la novedad absoluta, olvidando un prejuicio hereditario contra la música sinfónica [...]. No contamos con muchas fuerzas nacionales, pero las que tenemos bastan para crear una auténtica vida musical».

  Pese a estas esperanzas, Grieg abandonó la empresa en 1873 y se retiró a Bergen; se había hecho construir una casa de campo en Lofthus, cerca de su ciudad natal, donde se entregó a la composición. La vida difícil del organizador musical no se acomodaba a su manera de ser, ni tampoco la tibia acogida dispensada a la música por los ciudadanos de la capital le aconsejaban persistir en su empresa. En su casa de Lofthus nacieron algunas de sus más célebres composiciones, como la música de escena para el Peer Gynt de Ibsen, que data de 1876. Aquel periodo, que duró cuatro o cinco años, fue rico en «acontecimientos internos y emociones», como afirmaría el propio Grieg. Pero un buen día «me pareció que las montañas ya no tenían nada que decirme. Al contemplarlas, sentí que me sentía estúpido y comprendí que había llegado el momento de marcharse». Comenzaron entonces una serie de viajes al extranjero como concertista y director de orquesta. Al propio tiempo, siempre con la misma intención de dedicarse a la difusión de la cultura musical en Noruega, Grieg acepto dirigir la sociedad «Armonía» de Bergen. «Desde el otoño de 1880 a la primavera de 1882 he dirigido la "Armonía". ¡Que contraste con la vida en Lofthus! ¡Que vacío ideal, pero qué excitación también! La orquesta, de manera especial los instrumentos de viento, era atroz. Después de dos años, ya no me era posible continuar. Me habría gustado, sin embargo, que usted escuchase la ejecución de la Sinfonía en Do de Schubert o la de un oratorio de Händel. Saqué alguna cosa del coro, pero como es natural no dejé de luchar con el comité, que no quería ni podía comprender...». Este fue el resultado de aquel enésimo esfuerzo, según lo expuso Grieg al director de la casa editora Peters. Precisamente gracias a las introducciones aseguradas por la Peters, el músico se hizo construir otro retiro en Troldhaugen, cerca de Bergen. Ésta sería su residencia definitiva, donde se retiraba para componer. Se había hecho construir un pequeño pabellón en el jardín, donde guardaba sus libros, el piano Érard y todo lo necesario para trabajar. 




Casa de Grieg en Troldhaugen, hoy, museo del compositor.





Алексей Ермаков

Edward Grieg Peer Gynt          Teatro Municipal de Santiago

Choreography- Ben Stevenson Ballet and the orchestra of Teatro Municipal de Santiago. Choreography- Marcia Haydée. Conductor - Konstantin Chudovsky




  Pero Grieg no se contentaba con el hecho de componer en medio de la soledad. Tal vez por sugestión de otros músicos, como Liszt o Rimsky-Kórsakov, que gracias a su actividad de organizadores influían sensiblemente en la música nacional y en la europea, volvía a buscar siempre la ocasión de afirmarse en un plano práctico. En 1898 quiso organizar una fiesta musical en Bergen e invitó para la ocasión, no sin provocar objeciones nacionalistas, a la gran orquesta del Concertgebouw de Amsterdam, dirigida por Willem Mengelberg. Sin embargo, las composiciones programadas eran todas de autores noruegos, y el éxito acabó coronando los propósitos de Grieg.

  Si las facultades de organizador por parte de un delicado poeta de la música como Grieg resultan inéditas, todavía más inesperada resulta la pasión política que le involucró, en París, en el caso Dreyfus.

  El compositor noruego había sido invitado a París en 1899 por el director Edouard Colonne, titular de la orquesta del mismo nombre, para dirigir algunos conciertos. El caso de espionaje de Dreyfus se encontraba en su apogeo y, pese a las pruebas de inocencia, el tribunal militar había confirmado la condena del oficial y sobre ella se iban entrecruzando luchas políticas internas, envenenadas con un rebrote de antisemitismo. En 1898, Émile Zola había intervenido impetuosamente en favor de Dreyfus con su célebre J'accuse, publicado en un periódico radical. Hasta la misma Europa se había dividido entre los que se inclinaban por la inocencia y los que lo hacían por la culpabilidad. En el momento en que recibió la invitación de Colonne, Grieg se encontraba en casa de Bjørnson, ardiente partidario de Dreyfus y, por tanto, defensor de su inocencia, y compartió sus mismas opiniones. Como cuenta el compositor: «Su yerno, el editor Langen, había traducido al francés mi respuesta a la invitación de Colonne y me pidió autorización para publicarla en la  Gaceta de Francfort. Inicialmente me negué, pero durante la conversación pregunté: "¿Cree verdaderamente que la publicación de mi carta puede tener una influencia positiva?". "Sin duda alguna", fue la respuesta. "Si así lo cree, adelante", respondí. El resultado fue que todos los periódicos europeos de un cierto relieve la publicaron y que ahora llueven sobre mi cartas injuriosas procedentes de Francia, algunas de una vulgaridad inimaginable. En mi respuesta a  Colonne, afirmaba yo que, después de la condena de Dreyfus, de momento no me sentía capaz de establecer sintonía con el público francés. Henry Rochefort me ha enviado hoy su noble periódico L'intransigeant, dirigido "al compositor de música judía Edouard Grieg". A mi entender, en este asunto se ha juntado todo cuanto hay de más vil y bajo en toda Francia".

  En abril de 1903, Grieg volvió a ser invitado por Colonne y, figurándose que los insultos de cuatro años antes no tendrían ninguna consecuencia, aceptó. Pero los parisinos no habían olvidado. Sobre el episodio que se produjo después tenemos el testimonio del propio Grieg: «En mis últimos años de vejez he conseguido que me silbaran. Pese a que en mi vida he vivido bastantes aventuras, ninguna se puede comparar con lo ocurrido en el Châtelet. Quizá debo estar reconocido a los que me han silbado. Sin ellos, el concierto no habría podido tener el enorme éxito que ha tenido. La prensa está furiosa y me imputa el hecho de que Reyer, Massenet, Saint-Saëns no hayan tenido nunca un éxito parecido. ¡Vaya lógica! Después del concierto, tuve que subir al coche rodeado por un triple cordón policial. ¡Me daba la impresión de ser, como mínimo, Cromwell!».

  A su regreso a Noruega, cuando cumplía sesenta años, Grieg fue objeto de una gran acogida. Recibió quinientos telegramas, que provocaron en su destinatario los acostumbrados sentimientos de gratitud, aunque también se hicieron más patentes las contrariedades y las tristezas, a las que contribuyó el dolor por la muerte de su hermano John. Grieg, por otra parte, no era capaz de negar a nadie su presencia. «Estoy obligado a aceptar todo lo que me pidan al precio que sea. El hombre sigue su destino. Cuando me interrogo sinceramente, no sé por qué actúo de esta manera. No me siento obligado por necesidades económicas, y un concierto público es la cosa más terrible que le pueda corresponder a nadie. Mis nervios y todo mi ser sufren de una manera indecible, pero hay algo que me empuja de forma irresistible. No sé oponerme a la posibilidad de ofrecer una buena ejecución de mis composiciones ni de obtener una simpática acogida por parte del público [...]».

  Dedicó casi totalmente los últimos años de su vida a largas giras al extranjero, donde cada vez era más solicitada su presencia. En el lirismo elegíaco y de salón del maestro noruego se reconoció el ambiente musical europeo de principios del siglo XX. Su música no presentaba particulares problemas y tampoco requería una gran concentración previa. En el momento en que la Europa musical reaccionaba frente al compromiso presentado por el wagnerismo, el arte de Grieg, con su aspecto modesto y pintoresco,  parecía ofrecer una alternativa válida. En las composiciones destinadas a piano solo, en las composiciones para conjuntos de cámara, afloraba un acento elemental, desprovisto de retórica, de un compositor que se situaba en el mismo plano que otros músicos refinados, como Fauré, Chabrier, Albéniz, destinados a anunciar la vanguardia del novecentismo. El propio Grieg afirmaba: «Artistas como Bach y como Beethoven han levantado iglesias y templos en las cumbres. Como se dice en uno de los dramas de Ibsen, yo he querido construir casas para los hombres, a fin de que se sientan felices y cómodos en ellas».

  La desaparición de Grieg se produjo de manera súbita, pero también discreta, tal como había transcurrido su vida: enfermo en su casa predilecta de Troldhaugen. La antigua dolencia, contraída en los tiempos de sus estudios en el conservatorio de Leipzig, fue agudizándose, lo que hizo que el músico tuviera que ser internado en una clínica de Bergen. El 4 de septiembre de 1907 se extinguió plácidamente. El entierro se celebró de forma solemne, como correspondía a una celebridad nacional de su categoría. Su tumba está en una roca que cae a pico sobre el fiordo. 




Tumba de Edvard Grieg y su esposa Nina